No. Contra la opinión de mucha gente, Etiopía no es el país más pobre de África. De hecho, ni siquiera se encuentra en la lista de los 10 países más pobres del mundo (9 de los cuales son africanos), un ránking encabezado por Sudán del Sur, Burundi y la República Centroafricana.
En los últimos años, Etiopía incluso ha crecido económicamente alrededor de un 9%, un dato muy positivo en relación con los países de su entorno, pero su tasa actual de pobreza es del 27%, así como el índice de paro, también del 27%. Cerca de 86 millones de personas viven en situación de pobreza, y casi la mitad son niños.
Es, por tanto, un país de grandes desigualdades, especialmente visibles en la capital, Adís Abeba. Los flamantes vehículos de fabricación china y las grandes avenidas con rascacielos y restaurantes de lujo contrastan con la miseria de los barrios más pobres. Hay rebaños de cabras y ovejas que cruzan sus calles y desvencijados autobuses escolares norteamericanos reconvertidos en medios de transporte alegales rebosantes de ciudadanos que apenas pueden cubrir sus necesidades esenciales.
En el sur, especialmente en las zonas rurales, es donde se puede palpar la pobreza de manera más cruda, aunque la sonrisa perpetua que muestran los niños ante el visitante puede despistar a más de uno. ¿Por qué aparentan ser tan felices si apenas tienen un par de mudas de ropa y la comida del día más o menos garantizada, aunque con un grave déficit alimentario?
Hemos estado “de misión” dos semanas de agosto en Etiopía, en Adola (Kibre Mengist). La expedición la formamos quien esto escribe, un grupo de siete jóvenes post-universitarios (dos chicas y cinco chicos) y el padre Álex Serra, un sacerdote treintañero de la parroquia de Sant Octavià (el Monasterio de Sant Cugat del Vallés, en Barcelona).

Nos han acogido generosamente en sus instalaciones las Misioneras de la Caridad, la congregación fundada por la M. Teresa de Calcuta, presente en casi todo el mundo y siempre al lado de los más desfavorecidos, los olvidados y desheredados de la tierra. Las “sisters”, como son conocidas en todas partes (el inglés es su lengua habitual de comunicación) son mujeres verdaderamente empoderadas, resistentes, que duermen muy poco, trabajan mucho y rezan aún más.
En Adola, las sisters llevan más de treinta años al lado de los más pobres. Durante estos años han construido un hospital para tuberculosos, un orfanato donde acogen bebés abandonados y buscan familias en adopción de la zona, un dispensario de atención a madres enfermas o a sus hijos, a varios niños parapléjicos, a discapacitados psíquicos y físicos, junto con una escuela y un taller de costura para mujeres.


Etiopía, un país nunca colonizado por los europeos (apenas ocupado unos años por Italia antes y durante la Segunda Guerra Mundial), es mayoritariamente cristiano. El 62% de la población se declara cristiana, de los cuales un 48% son ortodoxos tewahedo, un 18% protestantes y tan solo un 1% de católicos. El 31% son musulmanes y el resto de otras religiones. Salvo en el norte, cerca de Sudán, donde hay enfrentamientos y atentados de islamistas radicales, en el resto del país las diferentes religiones conviven pacíficamente. En Adola, nos despertábamos habitualmente a las 5 o a las 6 de la mañana con los cantos y llamadas a la oración de ortodoxos y musulmanes, en una peculiar campaña de márquetin para comunicarse con sus fieles y captar adeptos.
También es un país con una gran diversidad cultural y lingüística; se hablan más de 100 lenguas distintas. El amhárico es una de las lenguas oficiales de Etiopía y se habla principalmente en la capital, Adís Abeba, aunque su uso no se limita a esta ciudad. En Kibre Mengist hablan oromo y arí, y algunas personas chapurrean el inglés.

Por descontado, las sisters no discriminan nunca a quienes atienden por su lengua o su religión. Es su ejemplo el que provoca conversiones y, por supuesto, cuentan con la ayuda de los pocos sacerdotes católicos que trabajan en la zona. Tuvimos la suerte de conocer a varios de ellos: el P. Pedro Pablo, mexicano y misionero comboniano, que nos acompañó en las dos paradas del largo viaje desde la capital hasta Adola (unas 9 horas). Comimos con él en Hawasa, junto a un enorme lago donde servían el pescado capturado allí mismo por los pescadores que salían de madrugada a lanzar sus redes en busca de sustento. El padre Pedro, con casi 30 años en Etiopía, nos dio excelentes consejos sobre el sentido de nuestra misión. Según sus palabras, era más importante “estar” que “hacer”. Dar afecto, cariño, y mantener siempre una actitud positiva hacia la gente era más valioso que lo que pudiéramos hacer allí en apenas doce días. Así pues, llegamos dispuestos a recibir, tal vez mucho más que a dar.
También conocimos al párroco de Adola, y de unas cuantas parroquias más, el padre Bartholomew, natural de Etiopía. Un hombre modesto, con un carisma innato para conectar con la gente y una mirada sincera. Un hombre de Dios, sin duda. Cada semana se desplaza decenas de quilómetros para cubrir algunas de sus parroquias, le resulta imposible llegar a todas. En muchos lugares solo celebran misa cada dos semanas. Faltan vocaciones en Etiopía, como en tantas otras partes del mundo. La mies es grande y pocos los obreros… Además, el padre Bartolo, como le bautizamos nosotros, nos prestó su casa y nos invitó a tomar unas cervezas, algo que le agradecimos muchísimo en un entorno de mucha austeridad.

También conocimos a otro misionero comboniano y sacerdote, el padre Hyppolite, natural de Togo, jovial y empático, siempre con camisas de colores y modernas gafas de sol, pero sólido en su formación e impecable en la liturgia (compartieron varias misas con el padre Álex).

Nuestro trabajo allí fue variado, desde podar un huerto, dar biberones a los bebés (personalmente, me enamoré del pequeño Johnny, tan vulnerable, un crío de 8 meses que aparentaba apenas 4, a quien fui a visitar cada día), hacer compañía a las mujeres enfermas o a sus hijos, pintar camas del hospital, organizar partidos de fútbol, y participar en un “summer camp” en dos parroquias a media hora de la Misión de las sisters. Había que desplazarse en dos vehículos cuatro por cuatro, divididos en dos grupos, durante unos 30 minutos a través de la selva, en algún caso con dificultades para circular a causa de los árboles caídos por las lluvias.

En el camino, decenas de sonrisas nos saludaban desde las chozas. Al llegar a Kilenso y Sodabala, las dos parroquias que visitamos, cientos de niños nos esperaban con los brazos abiertos. Un primer saludo en la capilla y después, unas horas para el juego, alguna clase de matemáticas, música, bailes, y un refrigerio a base de zumo y galletas de cereales. Imposible olvidar los gritos y los cantos de los más pequeños, sus miradas, los partidos de fútbol y voleibol, el cariño recibido, las risas, los brincos del todoterreno, el puente colgante sobre el río, el cansancio por la altura (más de 2000 m. sobre el nivel del mar), el frío y la lluvia… Y por supuesto, mucho más “estar” que “hacer”, siguiendo el consejo del P. Pedro Pablo.




Cada mañana, misa a las 7 oficiada por el P. Álex, a veces con alguno de los otros sacerdotes. Los cantos de las sisters y también algunos de los nuestros con una guitarra que alguien había dejado allí. Por la tarde, vísperas y un rato de adoración en silencio o con cantos y oración. Las hermanas no entienden la ayuda humanitaria si detrás no hay un refuerzo potente mediante la oración. Para saciar la sed de Jesús en la cruz, como decía la Madre Teresa, no basta con ayudar a los más pobres, hay que rezar por ellos y con ellos. I thirst es el lema que podemos leer en todas las casas de la congregación.
Las sisters nos pidieron ayuda económica para rehacer la iglesia de la Misión, destrozada en una de las fuertes tormentas que a menudo azotan la región. Nos hicimos con los planos, un presupuesto y un proyecto de crowdfunding en Sant Cugat que ya hemos puesto en marcha, y que progresa de manera muy positiva.
Ya en el viaje de vuelta, parada en Addis Abeba, en casa de unos franciscanos etíopes que nos dieron de comer generosamente. Misa en la catedral, oficiada por el padre Álex solo para el grupo de voluntarios. Algo emocionante y difícil de olvidar. Como la visita vespertina a Asco, un barrio muy pobre de la capital donde las sisters también tienen un gran complejo. Son solo siete hermanas, ayudadas por gente del lugar contratada y muchos voluntarios, especialmente españoles, cuidando de más de 45 niños diagnosticados con SIDA y 120 niños y jóvenes discapacitados, además de otros proyectos. Les dimos de cenar a algunos de los niños, rezamos un rato con las hermanas y volvimos a la residencia de los franciscanos, preparados para el regreso en un largo viaje con escala en El Cairo.

Las mochilas cargadas de recuerdos, sonrisas, miradas y sentimientos que habrá que digerir con calma al llegar a casa. Convencidos todos de que, en efecto, hemos recibido mucho más de lo que hemos podido dar. Si buscábamos respuestas, nos hemos dado cuenta de que nos han cambiado algunas de las preguntas.
Habrá que seguir la ruta, rezar mucho por todos ellos y dar gracias por todo lo que tenemos.
Adola, Hawasa, Addis, las sisters…: “galatoomaa” (“gracias” en oromo). No os olvidaremos nunca.
José-Manuel Silva


Me ha gustado el artículo , donde explicas vuestra “mision” solidaria a Etiopía.
Gracias a vuestra labor, dais visibilidad a estas comunidades en situación de vulnerabilidad y con ello hacéis posible que reciban apoyo vital y económico para construir un futuro mejor. Y que sepan que no están solos!
Muchas gracias, ha sido una experiencia muy interesante e intensa!!